Pues bien, retomo la actividad blogueril por causa
efemerídea, ya que tras la carrera de Navia solo me faltan dos para cumplir mi
objetivo de la temporada: llegar a las 100. Cien carreras de ciclocross bien
merecen una celebración, y mientras pienso si disfrazarme o no, y con qué/de
qué, y mientras intento convencer a alguien de que me haga una pancarta, se me
han ocurrido cosas que probablemente no importen a nadie más que a mí, o puede
que solo a los frikazos como yo o Germán Rodríguez Biado (siempre mola
referenciar a un sabio), cosas que voy pensando en las más estrambóticas
ocasiones. En este caso, el ciclocross de Navia me permitió cumplir una gran
cuenta pendiente que tenía conmigo mismo y con el ciclismo, al menos con el
ciclismo en mi comarca, porque el ciclocross de Navia 2013 (el de diciembre)
vio el debut en esta modalidad de Kevin, uno de los alocados jovenzuelos del
Club de Vela Castropol, que es más club de ciclismo que de vela, y desde aquí
abogo por un cambio al menos parcial de denominación, si no a Club Ciclista
Castropol a algo mixto, como Club de Hidropedales de Castropol. Es broma, ese
nombre no tendría ningún sentido.
(Nota mental nº 1:
fundar un lucrativo negocio de alquiler de hidropedales en la Ría del Eo, o en
la Ría de Foz, que también se presta a ello.)
Estando a punto de hacerme centenario (en carreras), y a la
vez dando clases de ciclocross (el ciclocross también se enseña aunque el maestro
sea un tipo especialito y con un palmarés no especialmente brillante), es
inevitable retraer a la memoria los inicios, la evolución, el aprendizaje: el
proceso por el que este deporte se ha convertido en la mayor fuerza definitoria
de mi persona. Y la revelación que ha tenido esta vez la vorágine de
impresiones mentales es que el ciclocross mola porque es un deporte
profundamente idiosincrático.
(Nota mental nº 2: de tanto usar la palabra idiosincrasia un
día va a perder sonoridad, y eso sería una gran tragedia.)
Y es que esta deliciosa modalidad ciclopedestre invernal del
ciclismo se asocia irremediablemente a ciertas cosas, tiene ciertos aspectos,
ciertos componentes, que son ni más ni menos que indisociables.
El primero de ellos es el carácter violento del esfuerzo. La
arrancada inicial como galgos tras liebre no es más que la primera de las
decenas, docenas o cientos de arrancadas posteriores (según el circuito), todas
ellas máximas. La agonía de las rectas, la intensidad en los tramos técnicos,
esa especie de locura inconsciente por la que muchas veces ni frenamos, la
agresividad atávica de los duelos cuerpo a cuerpo. Y todo esto durante una hora
que es como un túnel de irrealidad. Ninguna otra modalidad ciclista, al menos
entre las tradicionales, puede ofrecer algo como esto.

El tercero de ellos es que la temporada es corta, muy corta.
Puesto que España no es Bélgica, el que más corra empezará en octubre y acabará
en enero. Cuatro meses, dieciséis fines de semana que exprimir al máximo
mediante kilómetros y kilómetros de coche, horas de limpieza, múltiples visitas
al mecánico y entrenamientos cebollídeos con dos culottes, tres maillots y
chubasquero, a veces robándole tiempo a la pausa para comer, a la comida en sí,
al trabajo, a la familia, al crepúsculo o a la noche.
(Nota mental nº 3: ¡qué gratos recuerdos esquivando árboles
de noche en el Parque del Tartiere! ¡Repetirlo a la mayor brevedad!)
El quinto y último que se me ocurre ahora mismo y más
importante componente indisociable de la idiosincrasia de la deliciosa
modalidad ciclopedestre invernal del ciclismo es… ¡Sorpresa! ¡El barro! Hay
tipos de barro, hay distintos tipos de cubiertas y tubulares según cómo esté el
barro, ¡hay auténticos teóricos del barro sueltos por los circuitos! Nuestro
amor por el barro, porque en mayor o menos medida es eso lo que nos mueve al
menos de vez en cuando, viene de muy dentro, es la forma que tenemos desde que
somos cadetillos de catorce años en plena efervescencia hormonal hasta que,
pasados los sesenta, echamos de menos con un cierto temor algo aunque sea poco
de esa efervescencia hormonal, es la forma que tenemos de mantenernos en
contacto con el niño ese que estaba ahí antes de que las hormonas empezaran a
darnos problemas. Lo nuestro con el barro es un rollo totalmente peterpanesco
que, al menos en mi caso, nos mantiene no solo vivos sino cuerdos.
Con la carrera de Navia de esta mañana van 98. Quedáis todos
emplazados para la de Gijón, que será la número 100 y sí, me hace ilusión. Se
escuchan propuestas para correr disfrazado o lo que surja.
Buenas noches.
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