El pasado sábado 12 de enero, bajo el grifo purificador de la ducha de un vestuario del campo de fútbol de Navia, mis manos escarchadas de barro, lluvia y viento recorrían las cicatrices recientes como quien pasa las páginas de un libro de memorias. Mis manos, cegados mis ojos por el vapor, me leyeron en mi desnudez los últimos meses de mi propia vida.
Su relato comenzó a la altura del pecho, donde, decían mis manos, antes había más cosas que ahora, porque la depresión post-Erasmus significa dejarse desperdigadas por Europa astillitas de costilla.
La mejor manera de afrontar algo así, no la más segura pero sí la más fiel, al menos en mi caso, es la bicicleta. Por tanto el verano puede sintetizarse en 10 horas de bici por semana. Que no es mucho, pero para mí sí. Inevitablemente, mis manos recorrieron por un momento las cicatrices de mi hermano y no las mías, las cicatrices que dejó en su piel el asfalto del suroccidente astur un espléndido día de septiembre, camino de los Ancares.
Llegó por fin octubre, y con él el esperado y esperanzador debut en San Antolín de Ibias, donde una remontada más o menos marca de la casa confirmaba que todo iba según lo previsto. Pero siguió octubre su camino y de un empujón traidor me hundió en un agujero muy hondo lleno de barro. Probablemente nunca en la historia de mis actuaciones deplorables y bajones psicodeportivos asociados he caído tan bajo como en la carrera de Llanes. Todo lo que pudo ir mal, fue o mal o muy mal, y de repente me encontré con mis anhelos y mis motivaciones reducidos a dos ruedas pinchadas, varias heridas y un montón de ropa verdaderamente sucia; y con un mes y medio de parón competitivo por delante para adentrarme en el miserable mundo de la autocompasión. Además, el fin de las prácticas hospitalarias dio paso a 6 o 7 horas de clase y 3 de trabajo al día, que en mi situación significó prácticamente decir adiós a la temporada.
Sin embargo, siempre digo que el deporte es un entrenamiento para la vida, y como todo en la vida, la solución se reduce a cerrar los ojos, alejarse unos pasos y volver a mirar. Y un viernes noche me alejé, y tras un brindis por el fin de la autoexigencia desproporcionada volví a mirar, con unos nuevos ojos sin rastro de rabia o tristeza, y llegó la carrera de La Morgal y todo volvió a ser tan divertido y fácil como debería.
Mis manos en este momento se encontraron, y leyéndose las cicatrices hablaron de ser arrollado y pinchar con un imperdible perdido en La Morgal, de vaciarse un año más en La Tenderina, de reencontrarse y cabrearse en Lugones (siempre Lugones), de una salida explosiva y explotar en Pola de Lena (no lideraba una carrera desde que era junior, así que mereció la pena), de gozar excepcionalmente en Gijón, de victoria en la San Silvestre de Vegadeo y límite en las de Taramundi y Ribadeo... Y de hundirse de nuevo en el escenario principal de la temporada, la playa de Navia.
La playa de Navia, como muchos sabreis, es el lugar en el que entrené casi cada sábado durante una década con mis compañeros del grupo ciclista El Pedal del Occidente, y además es el lugar en el que corrí mi primera carrera de ciclocross (y otras cuantas desde entonces, casi todas memorables). Aún más, la playa de Navia está a menos de media hora de mi casa, y por ahí cerca para a menudo la grupeta a tomar café con gotas. Así que por supuestísimo que había implicación emocional... Por supuestísimo.
No obstante, dije hace dos párrafos que el deporte es un entrenamiento para la vida, pero el deporte también es la vida, y así se deduce que el deporte es un entrenamiento también para sí mismo. Y un golpe que te derriba también te enseña la clave para resistirlo cuando eres capaz de descifrarla. Porque otro golpe llegará, y no serás capaz de esquivarlo, pero siempre es posible apretar un poco más los dientes, encogerse un poco más cuando azote la tormenta y brillar más fuerte cuando la luz retorne.
El lunes, un día después de arrastrarme vilmente por el circuito del que debería estar enamorado, me pasé allí la mañana con la humildad del estudiante que se enfrenta por primera vez a una clase de anatomía y debe poner todo su empeño en descifrar un puzle tridimensional de polvo, porque polvo dicen que somos y en polvo dicen que nos convertiremos. Esta vez no era polvo sino arena lo que tuve que descifrar, pero finalmente lo conseguí.
Y llegamos por fin a la parte central de la historia, la que me tiene aquí resucitando mi blog un año después, a la 1:12 de la madrugada, el día previo a un examen. Era la playa de Navia, y era el Campeonato de España, en mi último año como sub 23... Y pese a saber que no estaba para nada en la forma que debería, los nervios del día anterior fueron los que tenían que ser, y allí me presenté a, sencillamente, vivir lo más intensamente posible un día que prometía ser inolvidable.
Mis plegarias fueron escuchadas, y media hora antes de nuestra salida, cuando ya intentaba subirme al rodillo, empezó a llover con envidia de monzón, convirtiendo aquella pista de rodadura en pista de deslizamiento y aquellas rectas rapidísimas en rectas de atrancarse y poner los cojones/jamones encima de la mesa.
Salimos. Éramos 46, y llegué a la primera curva cuadragésimo sexto (hay fotos que lo demuestran). A partir de ahí, a remontar como si tuviera piernas para ello. A remar, como tantas otras veces. A alcanzar, rebasar y soltar, corriendo si no pedaleando, a rodar en el límite porque era lo único que tenía un poco de sentido.
50 minutos bastaron para llegar a un maravilloso e inesperado 18º puesto, y para mucho más: para aumentar mi fama de abnegado y talentoso pateador, para tirarle las gafas al presi de mi equipo como hacen los belgas en la tele, para manejar (y manejarme) en el barro como nunca antes, para sentir en una tarde muy fría oleadas abrasadoras de calor humano, para divertirme muchísimo, para arrodillarme de nuevo ante la dama parda que es mi deporte y pedirle perdón por mis faltas y volver a jurarle fidelidad y amor eterno.
Queridos lectores (si es que alguien ha llegado hasta aquí, que tiene mérito), hoy he sentido la necesidad de contaros algo, que puede que no os importe o no os sirva de mucho, o puede que sí. Visto con un día de perspectiva, el relato resumido de mi temporada me parece cargado de enseñanzas, porque ha acabado bien, muy bien; y en mi interior lo siento como un triunfo de la voluntad y la esperanza, como una reafirmación, como un grito de resonancia espartana frente al amanecer de estos tiempos inciertos que se me vienen encima.
Tomad todas las enseñanzas que podais, porque hasta de lo más insignificante se puede aprender, porque de hecho nada es insignificante ya que todo es a la vez protagonista de la historia central del universo (Paulo Coelho dixit).
Yo... me quedo súper tranquilo.
Gracias a Alejandro Noval y Sego por las fotos.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario