miércoles, 1 de febrero de 2012

Nada es imposible. Quinta entrega.

Día 6: Trenes belgas 2-Traba 0



El miércoles 21, que debería haber sido el último día de mis vacaciones belgas, amaneció temprano, pues había quedado con Stephen (el que me había dejado los guantes para la vuelta a casa desde Namur) en la estación central, para devolvérselos. Y allí lo esperé puntualmente durante media hora. Al volver al hogar tenía un e-mail de disculpas donde me explicaba que la huelga de trenes le había imposibilitado presentarse.

Empezamos bien el día.

De todas formas, aprovecho la mañana para visitar el Parc del Cinquentenaire, y allí el museo de la armada, de los pocos gratuitos en toda la ciudad, y bastante interesante.

Sin más, después de comer me dispongo a emprender el largo y tedioso viaje, para empezar hasta la estación Gare du Midi para pillar el bus al aeropuerto de Charleroi. Una vez allí, me encuentro con una maraña de gente intentando subirse a un bus que ya estaba totalmente lleno. Empiezo a asustarme. Quince minutos después llega el siguiente, al que consigo subirme in extremis (bastante gente se queda fuera, cosa bastante inaudita por lo que me contaron).

A todo y esto, con la media hora de retraso en el bus, eran las 16:00, y mi avión salía a las 18:15, cierre de puertas de embarque y facturación cuarenta minutos antes (17:35). Y si recordais la primera entrega, allí os decía que en el trayecto de bus Charleroi-Bruselas habíamos tardado algo menos de una hora, de noche y con la carretera nevada.

Pues la secuencia lógica conflictiva fue como sigue: la huelga de trenes belgas forzó a muchísimos usuarios a utilizar el transporte particular, con lo cual en una hora más o menos punta como las cuatro de la tarde el colapso tanto en la salida de Bruselas como en la autovía fue absolutamente brutal, a lo que se añadió un accidente bastante aparatoso en dicha autovía. El grado de estrés durante la primera mitad del viaje llegó a niveles patológicos, hasta que asumí que iba a perder el vuelo.

Así que al llegar al aeropuerto, a las 18:10, tras más de dos horas en ese autobús que suele tardar cuarenta minutos, no perdí tiempo ni en maldecir mi suerte y fui a colocarme en la cola delante del mostrador de Ryanair para ver cómo narices iba a volver a casa por Navidad, si a tiempo como el turrón o dos semanas tarde como los Reyes Magos.

En esos momentos mi cartera sollozaba de puro terror.

Por supuesto no soy el único en esa situación, y escucho como una de las chicas que están delante de mí en la cola pide por teléfono información sobre trenes, aviones y demás posibles formas de llegar a casa. En cuanto cuelga, les pido que me informen si les cuentan algo interesante. Y a partir de ese momento, ya no viajé sólo.

Resultaron ser dos hermanas cántabras con las que compartía destino, Bea y Montse, a las que no puedo estar más agradecido.

Ya voy con suficiente retraso como para ponerme a contarlo todo con pelos y señales, así que os hago un croquis de resumen del viaje de vuelta:

  1. Vuelo de Charleroi a Barcelona. 100€ extra, aterrizando en la Ciudad Condal sobre las diez de la noche.
  2. Taxi hasta la estación de autobuses.
  3. Bus de Barcelona a Palencia (el directo a Bilbao-Santander llevaba varios días lleno), saliendo a eso de las once y media.
  4. Horas y horas ahí metido, conciliando apenas el sueño mientras se caía una hoja del calendario y era, oficialmente, 22 de diciembre, día del sorteo de Navidad.
  5. Desayuno en la estación de autobuses de Palencia, viendo cómo salía el Gordo y no nos tocaba. Para pagarlo tuve que exprimir la cartera cual trapo húmedo, o sea que a partir de aquí bendije repetidamente a las tarjetas de crédito.
  6. Bus de Palencia a Santander, otras cuatro horillas, de diez a dos.
  7. Despedida de Bea y Montse, las muchachas que pusieron un poco de luz en una noche que habría podido ser tediosamente tenebrosa.
  8. Bus de Santander al aeropuerto.
  9. Pagar los casi 50€ de parking.
  10. Coche hasta Lieres.
Y diréis: ¿por qué Lieres? Pues porque tenía hambre, mucha hambre. Y en Lieres hay un bar en el que cocinan tremendamente bien y en cantidades suficientes para alimentar a un desgraciado como yo en un momento como ese: el Bar Montes. Allí llegué cerca de las cuatro de la tarde, pero como hay confianza me encontré con una fuente soberanamente brutal de patatas fritas, huevo frito, filetazo de ternera y pimientos rojos, además de una amiga a quién taladrar la cabeza con una versión resumida preliminar de mis crónicas belgas.

Y de ahí, con las vísceras emocionadas frente a semejante bolo alimenticio, para casa (versión ovetense), y a ser invitado a cenar por mi hermano, que para eso le traía un botellón de cerveza de abadía belga.

Epílogo.



A medida que iba publicando entregas de esto iba viendo como surgían reacciones diversas, en general favorables, se agradece. Probablemente se me haya quedado largo, probablemente exagerado (vale, eso fue a propósito). Pero era demasiado el cúmulo de sentimientos que me bombardeó durante esos días como para resumirlo en exceso, y como viaje irrepetible que fue, se merecía una crónica irrepetible.

Fue un viaje irrepetible, un viaje que me enseñó que el insomnio a veces es una invitación a mirar un cielo lleno de estrellas. Un viaje que, si los buenos viajes se recuerdan por los momentos memorables y las personas excelentes, tuvo mucho de ambas cosas.

Fin de la última entrega.

viernes, 20 de enero de 2012

Nada es imposible. Cuarta entrega.

Días 4 y 5: La Ruta Bruselense

Los dos días restantes en la capital europea fueron más o menos una colección de escenas costumbristas del turismo bruseliano estándar, lo que mis amigas Carolina y Cristina llaman “La Ruta Bruselense”.

Palacio Real, Palacio de Justicia, Catedral, Grande Place, mercado de Navidad… Toda la preciosa zona central, más una escapadita a las afueras para ver un grandísimo símbolo como es el Atomium.

Mención aparte para los aspectos culinarios, llámese gofre, llámese pan au chocolat, llámese metraillette (algo así como un bocadillo de plato combinado con extra de mayonesa); sorprendiéndome la malísima oferta de alimentación, al menos en la ciudad: no vi ni un solo restaurante normal, todo eran puestos en la calle con una proporción cercana al 100% de comida no cardiosaludable. Un paisaje tan norteamericano que me sorprendió incluso más la ausencia de obesidad.

Además de la agradabilísima convivencia con dos amigas a las que hacía demasiado tiempo que no veía, convivencia entendida obviamente en el sentido fisioterapéutico de la palabra (ved las fotos para entenderlo bien).

Dos días para el recuerdo, bastante tranquilos y placenteros salvo por un desagradable episodio, por supuesto también en el metro, relacionado con una panda de tontos del culo del que directamente no os daré más detalles.

Y hablando del metro, no vayais a visitar la estación Eddy Merckx, no tiene ni una miserable estatua. De hecho, solamente tiene fotos de perros.

Fin de la cuarta entrega.

jueves, 5 de enero de 2012

Nada es imposible. Tercera entrega.

Día 3: Larrinaga, fotógrafos, Stephen, un gofre, la Grande Place, una Leffe … y por supuesto Namur.

Banda sonora:



El domingo 18 fue un día maravilloso.

Fin de la tercera entrega.









Que no, que es broma. El domingo 18 se presentaba con una carga de incerteza mucho menor que la jornada previa. Sabiendo ya cómo iba la cosa tanto en lo relativo al transporte como a la propia carrera, y encima corriendo a las 15:00, el riesgo de complicaciones era claramente menor. Por si acaso, madrugué, y bien que me vino.

Porque como no puede ser de otra forma, algo tuvo que pasar. Estación Central de Bruselas, llega mi tren, me acerco al revisor para que me abra el vagón de bicicletas y… “Pas de vélos ici”. Traba al metro y a pillar el tren en Gare du Midi. Si alguien viaja con bicis por Bélgica, tenedlo en cuenta. Y tened en cuenta también que si intentas usar dos días un “one-day-bicycle-pass”, es bastante probable que te pillen y tengas que pagar 17€ en vez de los 8 que te cuesta comprándolo en la estación.

Pero como había madrugado, no hubo problema y llegué a Namur 17€ más pobre, pero con tiempo y tiempo por delante. Una vez allí, a preguntar por la Ciudadela y para arriba. De la estación al circuito unos cuatro kilómetros, los dos últimos por esa preciosa subida donde termina cada otoño el GP de Valonia, ganado este año por el coco Philippe Gilbert.

La carrera en la que estaba inscrito, queridos lectores, era, y lo pongo en mayúsculas porque realmente lo merece, la quinta puntuable para la COPA DEL MUNDO DE CICLOCROSS 2011-2012. ¿Se me queda grande? Por supuesto. ¿Estaba preparado para completar al menos media carrera? Por supuesto que no. Pero allí estaba. Pasamos a modo presente de indicativo para darle más frenesí.

Como Copa del Mundo que es, las cosas se hacen bien, y el día anterior estaba programada la recogida de dorsales. Pero como recordareis de la entrega 2, el día anterior yo estaba en Essen, muy al norte, cuando Namur está bastante al sur de Bruselas, y más aún de Essen. ¿Cómo se resuelve un problema como este? ¿Cómo se convierte el norte en sur? ¿Llamamos a Ben el de Perdidos? No, se habla con un tricampeón del mundo.

A alguno le sonará Erwin Vervecken. Longevo y larguirucho, tuvo la suerte de entonar su canto de cisne justo cuando un yo impresionable y sediento de ciclocross estaba al otro lado de la pantalla, concretamente en el épico Campeonato del Mundo celebrado en enero de 2007 en Hooglede-Gits, lo cual lo convierte automáticamente en mítico entre los míticos en mi vademécum particular de ídolos. Retirado hace un par de temporadas, se encarga (supongo que entre otras cosas) de actuar como interlocutor entre los corredores y la organización en las pruebas organizadas por Fidea Classics (cinco carreras en territorio belga con los mejores especialistas).

Y así es cómo yo encontré su dirección de correo electrónico y él terminó ofreciéndose a confirmar mi inscripción. Una buena forma de empezar el viaje.

Volvemos al presente pasado que os estaba contando. Llego al circuito, me paso por inscripciones (aquí sí que están bien indicadas), me mandan tras algunas discusiones sin sentido al camión de meta y allí recojo mi dorsal (48). Por el camino, empiezo a obnubilarme un poco mientras veo a los sub 23 exhaustos y llenos de barro que van terminando su carrera, donde por fin Arnaud Jouffroy vuelve a carburar al nivel que se le presupone y exige.

Por el camino también había saludado a Javier Ruiz de Larrinaga. Tricampeón de España de ciclocross de manera consecutiva las tres últimas temporadas, ahí es nada. Y como lo único que llevo encima es mi mochila, pues me tomo su furgoneta-carpa como base de operaciones prestada.

Tras la carrera de sub 23, entrenamientos oficiales para los élites. Me cambio y a ver el circuito y gozar como nunca. Barro, frío, cuestas impracticables para arriba y cuestas prácticamente impracticables para abajo. Y según iban pasando los metros, en mi mente aparecían dos palabras en letras de fuego: PUTA LOCURA. Simplemente lo más bestia que he hecho nunca encima de una bicicleta.

Por no mencionar el hecho de que voy viendo el circuito, oigo un ruido por detrás y ¡zas!, me adelanta Franzoi (con la misma ropa que Altur, vaya nivel se gasta el levantino), y detrás el pelotón de franceses con Mourey y Chainel a la cabeza (cruzando espectacularmente como si no hubiera barro…), y un poco más allá Niels Albert, Zdenek Stybar... Y un poco después Sven Nys. Aquí ya no puedo estar flipando más, así que intento seguir infructuosamente lo que para él es un ritmo de paseo y reconocimiento.

Mención aparte también para un tramo concreto del circuito, una recta en media ladera picando ligeramente para abajo, con una cantidad de barro ingente y unas 15 rodadas diferentes, además de un reguero de agua a la mitad que lo complica aún más. La mayor dificultad técnica a la que me he enfrentado en toda mi vida. Curiosa la estampa cuando me paro al final, después de superarla montado (despacito, pero montado al fin y al cabo), al lado de Larri, Nys y algún otro elemento más, y veo cómo Wasleben navega como un loco entre el barro para casi comerse a su compañero Simunek, cómo pasan Albert y Vantornout entre las chanzas (en flamenco, por supuesto) del Kanibaal van Baal, dejando entrever un buen rollo entre ellos que es santo y seña de la modalidad.

Y lo mejor, cómo todo un pro como Rob Peeters sale volando donde yo pasé despacito, pero montado. No tiene mayor importancia, pero en mi fuero interno me estaba riendo, no lo pude evitar.

Termina la hora de entrenamientos oficiales (tras dar tres vueltas y haber disfrutado como un enano), y salen las féminas. Nieva. Marianne Vos domina como el día anterior. Me habría gustado verlo, pero, recuerdo, nieva. Nieva, hace frío, y yo no tengo ropa para cambiarme mientras espero esas casi dos horas hasta la salida. Mis botas están empapadas y llenas de barro, el culotte y maillot largos, así como los guantes, más de lo mismo.

¿Cómo resolver este problema? ¿Cómo sortear la hipotermia en una situación como esta? Pues si antes tiro de un tricampeón del mundo, esta vez me enclaustro en la furgoneta del tricampeón de España, me quito la ropa mojada y me pongo por encima los vaqueros y la cazadora, me quito el casco y me pongo el gorro. Me quito las botas y me pongo… una toalla. (Ye lo que hay, que dirían por mi tierra). La calefacción no funciona, pero aunque sólo sea por el efecto placebo que tiene el ruido del motor encendido, voy sobreviviendo mientras tanto Javi como los demás competidores se suben al rodillo y calientan como es debido.

A eso de las 14:30 salgo, me cambio con calma, me pongo los dorsales, cojo la bici y para la salida. Sin haber avanzado siquiera 10 metros, me para un fotógrafo y me pide que me quite las gafas para sacarme una foto. Sólo con la emoción casi se me quita el frío. Hasta que vuelvo a arrancar y noto hasta mi tuétano estremecerse. Aprieto los dientes, murmuro cosas de religión (recurso poético), y voy esquivando a gente que me mira con cara rara.

Llego a la salida, saludo a Murgoitio, les deseo suerte a él y a Larri y voy viendo cómo llaman a todo el mundo. El momento se acerca. Como es lógico, me llaman el último. En ese momento otro fotógrafo me pide que me quite las gafas para retratarme. Mientras los demás competidores van quitándose la ropa, yo apunto mi e-mail en un papel y se lo doy.

Sin más, salida. Salen rápido. Muy rápido. A toda hostia. Cuesta arriba, por pavés mojado, gravilla, barro. A plato. Me lo tomo con calma esperando al tapón que se iba a formar arriba. Un par de curvas después adelanto a uno que está en el suelo. Hasta ahí puede vérseme un poco en la retransmisión de Sporza (aquí al completo en Youtube: http://youtu.be/_UyY3AR9hOc).

Y a partir de ahí no recuerdo más detalles. Fue todo como un capítulo de Verano Azul en la onírica pantalla de mi mente, la musiquilla de fondo y mi cuerpo recorriendo automáticamente las trazadas, anegado de endorfina y adrenalina hasta los rincones más remotos. Fue ser a la vez forma y esencia, potencia y acto. Director, espectador y actor protagonista. Fue experimentarlo y a la vez ver cómo lo experimentaba. Fue, en resumen, vivir un sueño.

Tras completar dos vueltas, a mediados de la tercera noto jolgorio tras de mí, y decido no estorbar. Me bajo justo antes del tramo técnico del que os hablé, y disfruto del espectáculo quizás más cerca de lo que lo vaya a hacer en mucho tiempo.

Después ducha (donde pese a haber sido, creo, el primero en ser doblado, no soy el primero en llegar), y tomamos el camino de vuelta, despidiéndome de esa grandísima persona que es Javier Ruiz de Larrinaga, así como de sus auxiliares.

Y aquí entra otra de esas historias paralelas, protagonizada por un británico o estadounidense (todavía no me ha quedado claro) llamado Stephen. Comienza el día anterior en la estación de trenes de Essen, muy al norte. Un chico con su bicicleta se acerca y me pregunta en inglés si es el tren a Bruselas, y a qué hora sale. Me voy a dar una vuelta por el pueblo y ya en el tren me lo vuelvo a encontrar, hablamos un poco, le resumo mi historia, me anima y quedamos en saludarnos si nos vemos al día siguiente en Namur.

Y al día siguiente en Namur, la primera en la frente. ¿Quién está aparcado dos coches delante de Larrinaga? Stephen. Y me lo cruzo nada más llegar. Y cuando ya me voy, lo vuelvo a ver y me acerco a despedirme, se ofrece a intentar llevarme a Bruselas, pese a que el coche no sea suyo. Declino la invitación, puesto que ya he comprado los billetes, pero termino bajando de la Ciudadela con sus guantes, cojonudos por cierto. Y todavía pendientes de devolución, pero está en proceso.

Llego a la estación de tren, y en la media hora que falta hasta que salga me dedico a comerme una pizza cuadrada en un restaurante dentro de la propia estación. Y, ensimismado en plena comida, se me acerca un hombre con una cámara de fotos preguntando en francés si la bici que estaba allí aparcada era mía. Termino anotándole mi dirección de e-mail.

Viaje de vuelta placentero, llego a Auderghem y mis amigas no aparecen por ningún lado, las llamo y quedamos en la estación de De Brouckère. Aparco la bici en el jardín trasero de la casa, dejo la mochila y para allá. Y atentos ahora porque lo que viene es probablemente lo más morboso, gracioso y susceptible de bromas de gusto dudoso de tooooooooooda la crónica.

Me subo al metro. El vagón está vacío, desierto, ni un alma. Arranca, y de repente aparece de otro vagón un hombre de unos treinta años, delgado y bien afeitado, ropa casual. Se sienta casi enfrente a mí. Entrecruza las piernas mientras me mira fijamente. Me habla. En flamenco, cómo no. Miro para él, interrogante, y como no insiste me encojo de hombros y vuelvo a mis asuntos. A la tercera vez que se repite la maniobra, siempre en flamenco, cómo no, le digo “Sorry, I don’t understand you” (“Lo siento, no te entiendo”), ante lo que parece desistir.

El metro sigue avanzando, mi cuerpo está cansado tras la carrera y el viaje, y decido ponerme a estirar. Craso error. En cuanto elevo mis brazos, por pura tracción, se eleva también la ropa, dejando al descubierto una irresistible cintura de deportista veinteañero que fue demasiado para mi compañero de vagón. Me llama. Le miro. Y aún me resisto a creer a mis ojos cuando me muestran al hombre señalando mi susodicha cintura, asintiendo con descaro, relamiéndose despacio mientras me mira fijamente con lascivia.

Mi respuesta, lamentándome por dentro de mi inclinación sexual, fue un resoplido de incredulidad seguido de un “vaya plan” en perfecto castellano. Por suerte, en la siguiente parada el vagón se llenó de gente, terminando así con tan incómoda situación.

Pero no terminó así el día, pues tras encontrarme en el lugar acordado con mis anfitrionas, tocó ruta turística por el centro, concretamente la celebérrima y mágica Grande Place, seguida de la ingesta de un no menos célebre gofre belga con chocolate, nata, fresa y plátano. Mucho de cada cosa.

Para terminar con un día histórico, tenía una cuenta pendiente conmigo mismo desde que comenzara a planear el viaje a una de las Mecas del ciclismo mundial. Y quedó saldada en una situación difícilmente mejorable: en un garito perdido en el centro de Bruselas, tras haber competido en una prueba de la copa del Mundo de Ciclocross, rodeado de tres muchachas geniales, con mi camiseta de Pillabikes (¡cuña publicitaria!), en medio de un concierto de punk… Me tomé mi primera cerveza. De hecho, la primera gota de alcohol que mi hígado tuvo que filtrar. Y fue una Leffe, cerveza ciclista por excelencia (esto va para los foreros de Parlamento Ciclista, ellos ya me entienden).

Sin más, vuelta al hogar y a dormir, agotado tras un día que jamás olvidaré.

Fin de la tercera entrega.