domingo, 1 de diciembre de 2013

Idiosincrasia y efeméride.



Retomo la actividad blogueril donde la dejé, en las duchas del campo de fútbol de Navia después de una nueva carrera tremendamente satisfactoria. Casi un año después del Campeonato de España en el que puse fin a mi andadura como sub 23 me encuentro en el mismo vestuario, probablemente bajo el mismo chorro (por fortuna calentín), rememorando sensaciones similares. Bueno, no exactamente, el año pasado todo era más dramático, más de película, más como esas cosas que se recuerdan en un tono sepia, mientras que este año es una carrera más de la Copa Federación (Copa de España a efectos prácticos) en la que aplican la malhadada norma del 80% por la que los pobres pringados como yo corremos 4 de las 8 vueltas. Este año, a diferencia del año pasado, lo que se pasó por mi mente ante la caricia reconstituyente del acqua calda fue una referencia bastante clara, que por simpatía con mis conciudadanos redactaré en una especie de bable aunque en mi mente tuviera dejes galaicos: “esto ye más míticu que les duches de la Roubaix”. El que no sepa a qué me refiero, que deje de leer. No, es coña, pero que se informe, las duchas de la Roubaix son básicas para empezar a entender este deporte. Recomiendo leer al arquero Joan Antoni Flecha y ver sus fotos. Gallina de piel.

Pues bien, retomo la actividad blogueril por causa efemerídea, ya que tras la carrera de Navia solo me faltan dos para cumplir mi objetivo de la temporada: llegar a las 100. Cien carreras de ciclocross bien merecen una celebración, y mientras pienso si disfrazarme o no, y con qué/de qué, y mientras intento convencer a alguien de que me haga una pancarta, se me han ocurrido cosas que probablemente no importen a nadie más que a mí, o puede que solo a los frikazos como yo o Germán Rodríguez Biado (siempre mola referenciar a un sabio), cosas que voy pensando en las más estrambóticas ocasiones. En este caso, el ciclocross de Navia me permitió cumplir una gran cuenta pendiente que tenía conmigo mismo y con el ciclismo, al menos con el ciclismo en mi comarca, porque el ciclocross de Navia 2013 (el de diciembre) vio el debut en esta modalidad de Kevin, uno de los alocados jovenzuelos del Club de Vela Castropol, que es más club de ciclismo que de vela, y desde aquí abogo por un cambio al menos parcial de denominación, si no a Club Ciclista Castropol a algo mixto, como Club de Hidropedales de Castropol. Es broma, ese nombre no tendría ningún sentido.

 (Nota mental nº 1: fundar un lucrativo negocio de alquiler de hidropedales en la Ría del Eo, o en la Ría de Foz, que también se presta a ello.)

Estando a punto de hacerme centenario (en carreras), y a la vez dando clases de ciclocross (el ciclocross también se enseña aunque el maestro sea un tipo especialito y con un palmarés no especialmente brillante), es inevitable retraer a la memoria los inicios, la evolución, el aprendizaje: el proceso por el que este deporte se ha convertido en la mayor fuerza definitoria de mi persona. Y la revelación que ha tenido esta vez la vorágine de impresiones mentales es que el ciclocross mola porque es un deporte profundamente idiosincrático.

(Nota mental nº 2: de tanto usar la palabra idiosincrasia un día va a perder sonoridad, y eso sería una gran tragedia.)

Y es que esta deliciosa modalidad ciclopedestre invernal del ciclismo se asocia irremediablemente a ciertas cosas, tiene ciertos aspectos, ciertos componentes, que son ni más ni menos que indisociables.

El primero de ellos es el carácter violento del esfuerzo. La arrancada inicial como galgos tras liebre no es más que la primera de las decenas, docenas o cientos de arrancadas posteriores (según el circuito), todas ellas máximas. La agonía de las rectas, la intensidad en los tramos técnicos, esa especie de locura inconsciente por la que muchas veces ni frenamos, la agresividad atávica de los duelos cuerpo a cuerpo. Y todo esto durante una hora que es como un túnel de irrealidad. Ninguna otra modalidad ciclista, al menos entre las tradicionales, puede ofrecer algo como esto.

El segundo componente es el ambiente. El primero para muchos. Aquí todo está cerca y todos están cerca. Las cadetes coinciden viendo el circuito con los master 60 mientras el director técnico de la organización se afana en reponer una cinta rota y alguno de los top nacionales se para a echarle una mano. Un mecánico que va camino del box con dos bicis y seis pares de ruedas se cruza con una juez árbitro y aún le sobran un par de dedos de una mano para esbozar una especie de saludo. Algún pro de carretera charla con un ex compañero en sus inicios al otro lado de las cintas. Se da la salida y todo el mundo le grita a todo el mundo, unos cuantos corren de una lado para otro en un 400 metros vallas frenético. Hace frío, o bueno, está fresco, y probablemente lluevan agua desde arriba y salpicaduras de barro desde abajo. Suena de fondo la voz del speaker, se ve algún que otro fotógrafo con peto fosforito autopublicitándose. Hay algún bar cerca donde los jueces confirman inscripciones, entregan dorsales y sobres con dinero al terminar, salen y entran personajes con ropas ajustadas de lo más estrafalarias, así como personas normales en busca de un café, una cerveza o un bocata. Pasan Joseba León, Arriola, Míchel Vuelta o algún otro de esta calaña y hacen algo que parece sobrehumano sin aparente dificultad… Mucha gente lleva katiuskas.

El tercero de ellos es que la temporada es corta, muy corta. Puesto que España no es Bélgica, el que más corra empezará en octubre y acabará en enero. Cuatro meses, dieciséis fines de semana que exprimir al máximo mediante kilómetros y kilómetros de coche, horas de limpieza, múltiples visitas al mecánico y entrenamientos cebollídeos con dos culottes, tres maillots y chubasquero, a veces robándole tiempo a la pausa para comer, a la comida en sí, al trabajo, a la familia, al crepúsculo o a la noche.

(Nota mental nº 3: ¡qué gratos recuerdos esquivando árboles de noche en el Parque del Tartiere! ¡Repetirlo a la mayor brevedad!)

El cuarto componente imprescindible es la tarde del domingo post carrera. Ese absoluto agotamiento rayando el flematismo que solo te pide la simbiosis con la butaca, la mirada perdida en los píxeles de la tele donde ponen El Mentalista sin que llegues a ser totalmente consciente de ello. Vencer ese absoluto agotamiento para armarse de paciencia, agua, jabón y cepillo y limpiar los destrozos de por la mañana, mención especial para las botas, oh las botas llenas de barro, las hijas de puta de las botas llenas de recovecos y hechas con un tejido que parece absorber la suciedad como si fuese un perro felpudo de estos (sí, todos tenemos un perro felpudo en mente, o en su defecto un perro mopa). Segunda mención especial a esas heridas en piernas, brazos, manos; de las que sólo te das cuenta por pura casualidad cuando al rascar una mancha de barro sale sangre y empieza a doler como si el barro fuese en realidad postilla. Tercera mención especial para las manchas que sobreviven a la primera ducha, esa tierra debajo de las uñas, dentro de las orejas y en otros lugares que no voy a mencionar porque en la entrada de hoy ya agoté el cupo de soecidades al calificar mis botas de “hijas de puta”.

El quinto y último que se me ocurre ahora mismo y más importante componente indisociable de la idiosincrasia de la deliciosa modalidad ciclopedestre invernal del ciclismo es… ¡Sorpresa! ¡El barro! Hay tipos de barro, hay distintos tipos de cubiertas y tubulares según cómo esté el barro, ¡hay auténticos teóricos del barro sueltos por los circuitos! Nuestro amor por el barro, porque en mayor o menos medida es eso lo que nos mueve al menos de vez en cuando, viene de muy dentro, es la forma que tenemos desde que somos cadetillos de catorce años en plena efervescencia hormonal hasta que, pasados los sesenta, echamos de menos con un cierto temor algo aunque sea poco de esa efervescencia hormonal, es la forma que tenemos de mantenernos en contacto con el niño ese que estaba ahí antes de que las hormonas empezaran a darnos problemas. Lo nuestro con el barro es un rollo totalmente peterpanesco que, al menos en mi caso, nos mantiene no solo vivos sino cuerdos.

Con la carrera de Navia de esta mañana van 98. Quedáis todos emplazados para la de Gijón, que será la número 100 y sí, me hace ilusión. Se escuchan propuestas para correr disfrazado o lo que surja.
Buenas noches.

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